martes, 17 de junio de 2008

Talento, ese gran ausente

La desinhibición debería ser regulada por una mínima dosis de talento


No doy crédito a lo que miran mis ojos y escuchan mis oídos: la mujer que está en el escenario, totalmente deshinibida, hace movimientos torpes y, más que cantar, emite unos chillidos estruendosos que se parecen a los que hace una rata al morir a escobazos.
Sí, sé muy bien que uno debe ser tolerante y no sucumbir en las mazmorras de la exigencia, ahí donde uno termina solo, lejos de la muy mundanal mediocridad que parece ser recompensada por doquier (siempre y cuando, claro, el mediocre tenga la habilidad de venderse como una obra de arte). Pero lo cierto es que la desinhibición debería ser regulada por una mínima dosis de talento.
Vayamos a la oficina, donde esta dolencia parece ser un cáncer contagioso que pasa de cubículo en cubículo. En la arena corporativa, quizá como en ningún otro sitio, el fantoche le gana las partidas al talentoso, como si el éxito fuese un factor ambiguo medible en decibeles, en estar en el lugar correcto en la hora correcta (al lado de la gente correcta) y en el simple alarde de todo aquello que alguien más hizo, pero que ha sumado al capital propio gracias a un aprendizaje impecable: atrévete y achácate todo lo positivo, pese a que tú seas uno más de los emisarios del “ahí se va”, esa notabilísima práctica que en México es ya costumbre.
Pareciera que el reino celestial, antes exclusivo de quienes lograban desarrollar sus habilidades (cualesquiera que fueran) a la perfección, hoy es el paradero de los atrevidos, sin importar sus dotes. Uno se encuentra de frente, en la propia cotidianidad, con que este país –y valga aclarar que no hay generalización que valga, por supuesto- los medios, la política, las empresas, las instituciones deportivas y hasta la academia, se han dedicado a privilegiar la mediocridad: lo barato, lo fácil, lo inmediato, como si la vocación de los mexicanos fuese transitar en un mundillo de medio pelo.
La convocatoria al talento se ha contaminado, porque se ha confundido este vocablo con la falta de timidez: pareciera bastar con que alguien simplemente se suelte el cabello (y saque una cartera muy gorda, claro está) para ser incluido en las listas de las promociones laborales, los puestos de representación popular y los contratos de todo tipo, como si lo que en verdad necesitáramos para sacudirnos tanta carencia fueran simplemente candidatos a participar en nuevos reality shows.
Ya lo decía el proverbio árabe: “Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo digas”. Claramente, los mediocres-merolicos, como personajes shakespeareanos en “Mucho ruido y pocas nueces”, son los campeones del alarde. No esperemos en ellos, jamás, el recato de la humildad; mucho menos, la belleza del silencio.
En cambio, los grandes talentos, sabedores de su propia capacidad, se dedican a la suyo, en voz baja. A final de cuentas, el talentoso conjuga el quehacer con la pasión, sin esperar nada más que la propia perfección de su obra. El reconocimiento llega por añadidura. Y el prestigio es el resultado último de haber logrado hacer lo suyo de la mejor manera la mayor cantidad de veces posible, a sabiendas de que el alarde no es más que la necesidad de ocultar todas las carencias.


El autor está esperando encontrar sus talentos para deshinhibirse por completo.

lunes, 26 de mayo de 2008

El reino del charolazo

Había una vez una empresa muy grandota en la que todas las peticiones y sugerencias surgían en las pilas bautismales. La crisis de autoridad tan profunda que, fuera del presidente de la compañía, el resto de la organización estaba extraviado en un laberinto indescifrable de cargos y jerarquías: nadie sabía, en realidad, quién tenía más peso y, por tanto, era una misión imposible poder seducir a otros colegas y empleados para participar en cualquier tipo de proyecto.
Ante esta realidad comenzaron a surgir algunos personajes de comportamiento muy peculiar, dignos ejemplares de esas oficinas de escritorios de metal de la burocracia pública: los charoleadores. Es decir, gente sin un cargo definido, pero con la suficiente pericia de estar siempre cerca del patrón, que desarrolló el finísimo arte de charolear a los ejecutivos de las demás áreas.
Una y otra vez, estos personajes, con cualidades innegables de secretarios particulares o asistentes de cuello blanco, bautizaban con el nombre del jefe cada iniciativa que debían impulsar con ciertos tiempos y formas. Pero dada su falta de talento, aptitud, inteligencia, compromiso, visión estratégica y/o todas las anteriores, siempre resultaban rebasados por la realidad. Por lo mismo, antes de evidenciarse con el jerarca máximo de la empresa, utilizaban su nombre para azotar a los demás y conseguir, de esta sutil manera, que fueran otros quienes pusieran los recursos, el tiempo y el talento para llevar a cabo los planes.
Naturalmente, los charoleadores, con el noble fin de conservar su chamba y su siempre cuestionable poder, siempre se ufanaban de haber sido ellos quienes lograban llevar a cabo la negociación, el objetivo, la meta. Predicadores incansables y embusteros profesionales, se paraban el cuello a través del esfuerzo y la conquista de los demás.
Por supuesto, cada vez que algo fallaba en el proceso, los culpables estaban en otro lado. Por definición, los charoleadores nunca cargan con la responsabilidad de las fallas: si alguna orden no se ejecutó o alguna misión fracasó, fue porque hubo alguien más que no se tomó en serio la encomienda. Triste, pero cierto.
Sin embargo, ocurrió que un día en esa empresa grandota, tan llena de impostores de placa rotulada con las iniciales del jefe, se anunció que la compañía había sido comprada por otro grupo. Y, con el anuncio, llegó una nueva administración, con gente fresca que, de inmediato, quiso marcar un estilo propio: enfoque directo al resultado. Los charoleadores, desconcertados, borraban nombres de las placas y añadían otros, pero sin efecto. Sumergidos en la confusión, se ocultaron en sus cuevas, pero más temprano que tarde llegaron los hombres de Recursos Humanos y, sin más, les otorgaron, uno a uno, cajas de cartón para que desalojaran. Y entonces todos vivieron muy felices.

El autor ha sido víctima de varios charolazos sin siquiera darse cuenta.

jueves, 17 de abril de 2008

La (implacable) teoría del caos

Un amigo mío, ejecutivo de altos vuelos, quien ha hecho una gran carrera al frente de un puñado de organizaciones AAA, hoy se siente deprimido y derrotado, aturdido por los crueles fantasmas del fracaso.
Él ha sido siempre un temible control freak y un incurable partidario del micromanagement. Su argumento principal para dirigir bajo la técnica de soplarle en el oído a sus equipos directivos es que no hay otra manera de conseguir los resultados, ya que él cree que la gente, por definición, es demasiado dispersa para concentrarse en la meta.
Una y otra vez, bajo distintas circunstancias y muy diferentes culturas organizacionales, ha logrado su propósito. Su premisa de “nadie es digno de confianza hasta que demuestre lo contrario”, que supone ejercer una presión constante a los ejecutivos de todas las áreas de una empresa, había funcionado como reloj suizo… hasta antes de aceptar conducir las riendas de una compañía que –se lo dijeron sus colegas- era un monstruo indomable.
Para este hombre el adjetivo “indomable” no era más que un reto interesante en su carrera. Y aceptó.
Con toda su experiencia a cuestas, replicó uno a uno los procedimientos de su manual de liderazgo corporativo. Látigo en mano, mostró a los ejecutivos de la corporación que la calma que imperaba en la organización se transformaba, por decreto, en un huracán grado 5. Varios no le creyeron. Los echó. Y trajo sangre fresca, más ad hoc a su estilo personal de dirigir, a quienes colocó en sitios estratégicos.
Pero no importaba que hacía, a quién corría, a quién traía: ahí no cambiaba nada. Era como si, tras partir en cuatro al ciempiés, sólo lograba que el animalito se volviera a reproducir sin pausa.
Durante sus peregrinaciones nocturnas, cada día más frecuentes gracias a la aparición casi permanente del insomnio, le vino a la mente la teoría del caos para tratar de ordenar su mente y ponerle orden a ese mundo no lineal, complicado e impredecible. Pero la ecuación matemática no cuadró, porque la teoría sólo le ayudaba a explicar la aparición sucesiva de ciertas características impredecibles, pero descriptibles de manera concreta y precisa, es decir, un esquema ordenado de movimiento no predecible. Sin embargo, lo que había en la organización era una total y absoluta ausencia de orden: el reino de la confusión generalizada.
Tantas veces que él había utilizado la metáfora del efecto mariposa (muy usado en meteorología para explicar la naturaleza no lineal de la atmósfera, donde es posible que el aleteo de una mariposa en determinado lugar y momento pueda ser la causa de un huracán del otro lado del mundo), tan sencillo para explicar el caos y tan efectivo para resolverlo.
Trató, durante días y noches, sin tregua, de encontrar las variables de la Nueva Teoría del Caos, experimentando con más cambios en gente y en procesos por un lado; sin modificar nada, por el otro. Su objetivo era encontrar una representación coordinada de variables independientes, en el entendido de que en los sistemas caóticos se logra encontrar trayectorias con movimientos casi periódicos.
Nada. Pasó más de un año y no logró domar a la fiera. Ni siquiera pudo entender en qué momento la fiera misma se lo devoró.
Lo que yo sí entendí fue su depresión, porque me lo encontré un día después de la Asamblea de Accionistas, en la que entregó su carta de renuncia, en la que él mismo reconoció haber sido derrotado por la implacable teoría del caos. En su posdata escribió: “Fui víctima de las variables incontrolables de la inercia”.

El autor es editor de revistas y trata, una y otra vez, de mover los brazos replicando el movimiento de las alas de una mariposa.

martes, 1 de abril de 2008

De lo que todos hablamos

Los temas están ahí, en cada café, en cada pasillo, donde hablamos en voz alta, en voz baja, con colegas, con desconocidos, casi sin pausa, ataviados con nuestros afanes conspiradores que no son más que una sucesión de revoluciones gatopardistas, recitando las de ocho de los diarios y las notitas rinconeras de revistas, sólo para hacernos presentes en una realidad de la que cada vez nos sentimos más lejos:
- Si los gringos dejarán realmente llegar a Obama ahora que Hillary se desdibuja.
- Si la reforma energética, en su versión 9.0 en la agenda nacional de discusiones atoradas sin salida, ahora que nos vamos quedando sin petróleo mientras el precio rompe la barrera de los $100 dólares, ahora sí se lleva a cabo.
- Si la triste exhibición de las elecciones perredistas no es más que otra cortina de humo para ocultar las verdaderas guerras de poder de la agrietadísima izquierda mexicana.
- Si las firmas de Mouriño no son más que un dilema hamletiano que merece discusiones dialécticas en la cima.
- Si Ebrard, después de la pista de hielo en el zócalo, las bicis en Reforma y las playas en Iztapalapa, debería continuar con pistas de esquí en el Ajusco.
- Si el mismo Ebrard cava túneles para añadir segundos pisos, pero ahora por debajo de la ciudad. Como sea, ya todos los que aquí vivimos corremos apuestas de cuándo llegará el Día del Gran Atorón, cuando los automovilistas queden varados por días como en cuento de Cortázar.
- Si hay quien realmente se crea el cuento de que la voz de la mesura y la civilidad política surge ahora del renovadísimo y democratísimo PRI.
- Si alguien se atreve a romper todos los paradigmas de lo políticamente correcto, al mejor estilo de Borat, en nuestro vecino del norte, ahí donde ya no puede uno llamar ni a los colores por su nombre y donde los gobernadores se gastan el dinero del erario público en compañeras de lujo.
- Si los franceses realmente detestan tanto como dicen a su presidente Sarkozy, o están encantados de que él y la Bruni sean considerados los sucesores de la dinastía Kennedy.
- Si de veras sólo dos diarios estadounidenses le dieron importancia a la noticia de la cifra roja de 4,000 soldados muertos en la guerra de Irak.
- Si habrá un líder mundial que, más allá de haberse tomado decenas de fotos con el Dalai Lama, se atreva a desairar a los chinos y boicotear la inauguración de los Juegos Olímpicos en el próximo agosto.
- Si a alguien le interesa de verdad que haya elecciones limpias en un país como Zimbaue.
- Si Hugo Sánchez debía seguir o no al frente de la Selección, en vez de hacernos a la idea, de una vez por todas, que nuestro destino nunca irá más allá de la segunda ronda en las justas mundialistas.
- Si mejor dejamos de leer diarios, como nos aconsejaba Fox, y nos dedicamos a seguir los nuevos romances de Luis Miguel, las andanzas de Britney Spears, la separación de Madonna, el bebé de Nicole Richie o cualquier otra cosa que nos impida meter pensamientos molestos en la cabeza.
Mejor aún, sigamos discutiendo, que así dejamos que pase el tiempo.

martes, 4 de marzo de 2008

Pregoneros del insomnio

“Estamos encerrados como en un calabozo hasta que nuestros sueños nos liberan y nos dejan salir. Pero los sueños son como los invitados a una boda, hay que esperarlos. Mientras tanto, reina el insomnio. Dicen que existen dos insomnios, como dos hermanas. El de antes de dormirse y el otro, después de despertar en plena noche. El primero es madre de la mentira, el otro es madre de la verdad.”
Tomo la licencia de arrancar esta cita de Milorad Pavic, parte del relato La jaula blanca de Túnez en forma de pagoda, el primero de su libro Siete pecados capitales (Editorial Sexto Piso, 2007), para hablar precisamente de uno de los males más extendidos de la vida corporativa: el insomnio.
El tema no es banal. Según estadísticas de la UNAM, alrededor del 30% de los mexicanos ha padecido en alguna etapa de su vida trastornos del sueño, con el insomnio (pérdida de al menos cuatro horas de sueño por la noche) como columna vertebral del mal. Y, para documentar aún más la problemática, 10% de la población sufre de insomnio como mal crónico.
Un amigo, tan frecuentemente mal dormido que tiene unas ojeras como si estuviesen pintadas con tiza de mesa de billar, se enojó mucho cuando compartí con él la estadística del insomnio.
- ¿Y qué demonios pasa con el 70% de los mexicanos? –increpó.
De momento no entendí a qué se refería.
- ¡Sí! ¿Cómo es posible que sólo 30% de toda la población sea la que carga con el estrés? ¡Eso significa que cada uno de nosotros asume la carga que le corresponde a otros dos o que estamos equivocados de negocio!
Es una manera de verlo, sin duda. Sin embargo, sería muy triste pensar que las presiones, preocupaciones, problemas y estrés cotidianos –absolutamente inevitables- tengan que ser una condena de insomnio a cadena perpetua. Si ese fuera el caso, entonces todas las empresas estarían habitadas por zombies con ojos de huevo estrellado, cosa que, atendiendo a la teoría-queja de mi amigo, sería catastrófica: primero, porque los que sí trabajan, dormirían mal todas las noches y dejarían de rendir en la oficina al cabo de los días; segundo, porque el vigoroso ejército de los que nadan de muertito en la organización, aquellos que no se someten a presiones adicionales ni cargan en su espalda con la responsabilidad, seguirían durmiendo muy bien (de noche y de día). ¿Se puede pensar en alguna ecuación más injusta y menos exitosa?
Por fortuna, mi amigo no es más que un gruñón somnoliento que, de cualquier modo, nunca está de acuerdo con nada. Es mejor pensar que el insomnio, sobre todo aquel que se presenta después de dormir un rato (madre de la verdad, de acuerdo con Pavic), sí tiene remedio, y afortunadamente hay muchos antes de caer en cualquier tipo de farmacodependencia. El más eficaz se lo recuerdo a mi abuelo: “En vez de preocuparte, ocúpate”.
Más vale darle un poco de tregua a la mente antes de participar en la aniquiliación de los sueños. Si mal dormimos, dejamos de soñar. Sin los sueños, los efectos son devastadores, porque vaya que estamos escasos de esos soñadores que logran poner manos a la obra.

El autor es periodista y escritor y, gracias a los insomnios de los lunes, al día siguiente llega a la oficina con ojos de huevo estrellado

miércoles, 6 de febrero de 2008

El problema con las estrellas

¿Vale la pena intentar la construcción de Utopía? Si Tomás Moro hubiese podido estudiar a las organizaciones en el siglo XVI, tal como lo hizo con las sociedades, que logró plasmar en Utopía, su obra monumental, quizá podríamos tener una mejor base para pensar en la empresa ideal.
Pero como el humanista inglés no escribió al respecto ni existe, de hecho, la corporación ideal, podríamos recurrir a otras fuentes de inspiración que contribuyan al ejercicio, en el entendido de que vale la pena aspirar al máximo idealismo en el infinitamente pragmático (y muchas veces despiadado) mundo corporativo.
Por ejemplo, podríamos recurrir a la Teoría de la Producción de Energía en las Estrellas de Hans Bethe. El trabajo del científico alemán (Premio Nobel de Física en 1967), concentrado en las reacciones nucleares, lo condujo en un momento dado al descubrimiento de la mecánica que provee de energía a las estrellas (el ciclo carbono-nitrógeno da mucha más energía y brillo que la reacción protón-protón, que es mucho más débil). En otras palabras, considerando que una estrella ordinaria es una de las entidades más simples de la naturaleza (73% hidrógeno, 25% helio y 2% otros elementos), lo importante es lo que ocurre justo en el núcleo, ya que ahí la temperatura es sumamente elevada, tanto que es capaz de fusionar cuatro núcleos de hidrógeno con uno de helio, lo cual genera cantidades enormes de energía.
Imaginemos, entonces, a nuestros ejércitos corporativos. Todos queremos tener la mayor cantidad de estrellas posibles dentro de la organización, de modo que enfoquen su energía (en el ciclo carbono-nitrógeno, claro) para transformar las grandes ideas en puntos positivos de EBITDA. Imaginemos, por un instante, grupos autodirigidos, que se ponen objetivos casi inalcanzables, con quienes nos sentamos una vez al trimestre para festejar que una vez más lograron superar todas las metas. Creativos y disciplinados, siempre encuentran los caminos para reinventar la empresa y, más allá de los felices márgenes, le suman puntos constantes a la participación de mercado. La ocupación de los grandes ejecutivos sería, entonces, la de saber modular la energía de todas estas estrellas, de manera que la elevadísima temperatura de sus núcleos no haga explotar al resto de las constelaciones.
Y conviene tomar muy en cuenta este último tema, ya que la propia teoría de Bethe fue utilizada por otros científicos para el desarrollo de la bomba de hidrógeno, el arma de destrucción masiva más poderosa. Por tanto, este podría ser, quizá, el mayor argumento de peso para comprobar por qué jamás veremos hecha realidad una organización utópica. Antes de alcanzar el firmamento, ya habría volado en pedazos.
Dicho de otro modo, la Utopía no tiene un final feliz.


El autor es periodista y escritor y tiene demasiados desplantes utópicos que terminan en explosión

martes, 22 de enero de 2008

LA GEOGRAFIA DEL HORROR

Jamás había visto tan estresado al señor X como en estos días. Apenas en el arranque del año y la primera comida juntos fue un desastre: no probó bocado, se tronaba el cuello a cada rato como si fuera una matraca, se rascaba el rostro y sus ojos apenas se asomaban entre una ojeras casi de color púrpura.
De momento pensé que era un simple ataque de pánico, víctima inmediata del inicio del año chino de la rata, que, dicen, lo único que nos va a traer es más y más trabajo. Pero, en el café del final (él se tomó cuatro expresos), por fin entendí lo que le ocurría: estaba sumergido en la geografía del horror.
Me explico: el señor X, sentado en la inmensidad de su oficina, encontró la realidad asomado por la ventana. El paisaje era totalmente distinto al que vislumbraba en diciembre. Ya no era la misma ciudad, sino una metrópolis devastada, parecida a Bagdad, a Kabul, a Hebrón, a Tikrit. Oía los bombardeos, incesantes, que sacudían los vidrios del edificio. La pesadilla de la guerra había comenzado.
Tras sentarse en el sillón, pensó que se había quedado dormido y había tenido un mal sueño. Se volvió a asomar por la ventana y vio la misma pesadilla. Entonces pensó que estaba teniendo alucinaciones, por lo que fue a buscar a algunos de sus colegas. La angustia lo estremeció cuando se los encontró armados, disparando todo tipo de proyectiles desde las ventanas del edificio. La guerra había comenzado y él apenas se enteraba.
Cuando terminó de narrar su historia, me quedé frío: según yo, no estábamos metidos en ninguna guerra (por más que las calles del DF sí se parezcan a las de Bagdad, pues). Tras un breve silencio, le pedí más detalles. Me confesó que, más allá de la sensación indescriptible de ver de cerca su propia muerte, vio caer a varios de sus colegas. Invadido por la impotencia, transitó todos los pasillos y todos los pisos de la organización, sólo para encontrarse con las escenas más tristes que había visto en su vida: el fuego cruzado venía de otros colegas de la misma empresa. Apenas logró escapar.
Entonces entendí todo. El señor X, antes de su espectacular fuga, era ejecutivo de una compañía donde, desde muchos años atrás, las batallas se gestaban al interior. Donde, lejos de experimentar esos caos organizados, casi dirigidos, típicos de las grandes organizaciones, se había hecho tradición enviar sistemáticas señales confusas, por lo que imperaba la ley de la selva. En ese estilo de management de “sálvese quien pueda”, se habían activado varios grupos guerrilleros que, como comandos de asalto, intentaban ganar espacios de poder para asegurar la supervivencia y conquistar privilegios. Donde, víctimas del pánico, empleados se inscribían en distintos bandos en busca de protección. Y entonces la violencia fue escalando hasta salirse de control, justo el día en que el señor X cerró su oficina y se dio a la fuga.
¿Y la organización? Sigue en guerra. (Cualquier parecido con la realidad, mera coincidencia)

El autor es periodista y escritor y quizá, sólo quizá, está demasiado influencia por la adictivísima serie de Prison Break.